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"Revisión judicial de la planificación territorial"¿Las migajas del postre?

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Por Enrique A. Viana Ferreira 
 
(1) En los tiempos que corren no todo está funcionando conforme a la pretensión de protección pública que justifica el deber ser de un Derecho como el Ambiental. Las consecuencias de ello trascienden a la mismísima tutela ambiental para poner en cuestión los conceptos de Estado de Derecho y de República.
Hay quienes entienden al Derecho Ambiental como un derecho de negociación o de transacción, y por ese camino andan aquellos que preferirían llamarlo Derecho al Desarrollo Sostenible. Y hay quienes todavía creemos en un Derecho Ambiental como un Derecho de orden público, de deberes y de límites o de umbrales infranqueables, sin excepciones, por esencia no negociable, inalterable para gobernantes y gobernados por igual. Debo confesarlo: tengo la sensación de que lo que esto último pensamos (o defendemos) cada vez somos menos.
Y me parece que eso es así porque la concepción de un orden público ambiental, como la de todo orden público, significa un rigor muchas veces difícil de afrontar: aquella disciplina y coherencia de que ciertos valores éticos y jurídicos están por encima de los intereses económicos por más poderosos que éstos sean. En ello, en definitiva, reposa nada menos que la idea misma de República: que exista una res publicae, con reglas superiores, pétreas, inconmovibles, iguales para todos, no susceptibles de disposición o de ser sometidas al comercio de los hombres o a la discrecionalidad de la Administración Pública. En definitiva, todo se trata de una justa ponderación y jerarquización de los valores conjugados. Esa es la razón de ser de todo Derecho.

 

Hoy la res publicae ambiental se halla en peligro de extinción.

La protección del medio ambiente es de interés general. Así reza el art. 47 de la Constitución de la República en el Uruguay desde 1997. No obstante, en los hechos, ello no viene aconteciendo de esa forma en mi país. La protección ambiental ha pasado a ser moneda de intercambio o una simple ventanilla de la Administración Pública, por la que, quizás, haya que cumplir algún trámite de rutina y pagar algún peaje, pero nada más. Los principios ambientales, los standards jurídicos y científicos, los umbrales objetivos de protección del medio ambiente, y hasta los procedimientos administrativos de evaluación, son todos objetos de negociación o, como se ha llegado a decir, de cotización. Ergo, de facto, el interés en la protección ambiental ha dejado de ser general, como lo consagra la Constitución. Sin reparo en el precepto constitucional mencionado, se han receptado, entonces, institutos ajenos a nuestra tradición jurídica, y cuyo propósito, no confesado, camuflado, consiste, precisamente, en distraer el implacable rigor de la cosa pública ambiental, aflojándolo en favor del poderoso industrialismo trasnacional. Quienes creen que no existe otra forma para el crecimiento de una Nación que el desarrollismo industrial, sacrifican, entonces, a la protección ambiental como bien de interés general. Y, con ello, el sacrificio va más allá de la protección ambiental.
(2) Existen institutos jurídicos (Ordenamiento Territorial, Areas Protegidas, Responsabilidad Social Empresarial, etc.) que, día a día, ganan terreno en el Derecho Ambiental, y que, no obstante, me despiertan una gran desconfianza en cuanto a si, en verdad, comulgan con la protección ambiental, o si, por el contrario, son el comienzo del fin para esta joven disciplina.
Reconozco que mi pensamiento está influenciado por la experiencia del nulo cumplimiento de la norma ambiental que percibo y compruebo en mi país, y que esa realidad, quizás, no sea la de otras Naciones. Sin embargo, considero relevante que, desde la crítica doctrinaria, también se analicen los malos ejemplos, es decir, se estudie la versión patológica de ciertos institutos jurídicos, pues, de ello es posible y deben extraerse aprendizajes.
Reconozco que la mayoría de mis distinguidos colegas y amigos se apasionan, y lo hacen con total honestidad, por estos neotéricos instrumentos, que se muestran y que se venden a si mismos como la panacea para alcanzar los ansiados objetivos de la protección ambiental. Sin embargo, tal apasionamiento me hace recordar a la devoción de los troyanos por aquel caballo de madera, ingenioso ardid de Ulises, por el que sucumbieron.

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